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Carolina Brown

Estrellas detrás de los párpados

Publicado originalmente en Neón Singles, 2020

El aire caliente se levantaba desde el pavimento y deformaba lo que estaba del otro lado. Madre insistía en tomarla de la mano cuando volvían de ver al juez. Se había juntado más gente que de costumbre en la intersección de Tobalaba con Apoquindo, la mayoría iban apurados. Hija trató de zafarse, mal que mal tenía once años y acababa de terminar el quinto básico, pero Madre era fuerte y sólo tuvo que apretar.

El kiosko estaba a la salida del metro, frente a la farmacia. Lo atendía un hombre de ojos rasgados y voz fina que casi nunca dejaba el interior de la pequeña cabina. Deme la Vanidades y unos Advance, dijo Madre, soltándole momentáneamente para bucear unos billetes en la honda cartera. Le gustaban las revistas donde aparecía Carolina de Mónaco. Hija la había escuchado suspirar mientras daba vuelta las páginas mojándose la punta de los dedos con la lengua.

La muchacha se acercó a las portadas suspendidas en el aire por perritos de ropa. A la altura de sus ojos colgaba la imagen de un gato blanco y esmirriado, con el ceño muy fruncido. Uno de sus ojos era amarillo, el otro de un azul intenso, como una gema perdida. Detrás del felino se levantaba una pirámide recortada sobre el fondo oscuro, de cuya punta emergía un furioso rayo de luz.

Sintió que algo frío le bajaba por la espalda. En el borde inferior, leyó las letras blancas y mayúsculas “Gatos: dioses y extraterrestres”.

Se giró hacia los adultos. Madre estaba ocupada abriendo el paquete de cigarrillos. En la penumbra del kiosko, Hija se encontró con los ojos achinados del vendedor, que sonreía mientras se hurgaba los dientes con un palito de cocktail.

– Llévatela si quieres, –dijo Madre soltando una bocanada espesa y lanzando los cigarrillos a la cartera– pero si después te dan pesadillas te la voy a quitar.

En ese tiempo todavía vivían en Sanchez Fontecilla, en una casa de dos pisos con hortensias en el antejardín que Madre arrendaba a unos primos lejanos. Hija se llevó la revista a su pieza, con un vaso grande de jugo rojo. Mientras subía las escaleras escuchó a Madre encerrarse en el baño y prender la ducha.

Se instaló cruzada sobre la cama, mirando la ventana abierta. Ahí estaba de nuevo el gato blanco con sus ojos de colores, llamándola desde la portada con su maullido silencioso. El artículo venía con varias imágenes; fotos de gatos de distintas razas, incluso un diagrama de un esqueleto y una ilustración de un cráneo felino. Había un apartado afirmando que el ronroneo tenía cualidades curativas que nunca habían sido explicadas por la ciencia, otro explicando que no existía indicio alguno de la existencia de gatos domésticos antes del Antiguo Egipto. Tomó un sorbo de jugo y dio vuelta la página. Hacia el final del reportaje un recuadro llamó su atención. ¿Son los gatos alienígenas? leía el encabezado. Hija rió en voz alta de puro nerviosa.

Luego de un rato dejó la revista a un lado y se acercó a la ventana. El sol se escondía despacio detrás de los edificios de oficina, los mismos que avanzaban hacia la casa año a año, en cámara lenta. Si miraba hacia el sur podía verse el agujero gigantesco de una nueva construcción, justo en la esquina de la cuadra.

En la casa del frente, un gato gordo y atigrado se asomó a la ventana. Hija se encontró con sus ojos verdes de pupilas alargadas. El gato dio un salto para subirse al alféizar y desde ahí maulló incansable hasta que ella cerró y puso pestillo.

Al día siguiente, Hija salió por la tarde a regar las hortensias. El calor del verano aletargaba a aquellas flores grandes como repollos y a ella le daba pena cuando se morían. Le gustaba también cavar una pocita poco profunda en la tierra y meter los pies, regarse las piernas de la rodilla para abajo mientras movía los dedos entre la tierra húmeda.

Escuchó el portón del frente abrirse. Un par de brazos peludos se asomaron, con prisa, para dejar una caja junto al bote de la basura. Se alcanzaba a ver el lomo colorido de una revista. Pensó en el gato blanco y en Carolina de Mónaco con sus vestidos de gala. Hija esperó a que el portón se cerrara de nuevo, dejó la regadera en el piso y cruzó la calle.

Dentro de la caja había dos platos rotos, una radio a la que le faltaba la casetera y la revista. En su portada, una mujer morena miraba a la cámara con la boca un poco abierta, sacando la lengua. Tenía la punta de la nariz pintada de negro y unos bigotes dibujados sobre las mejillas. No llevaba polera ni sostén y sus pechos enormes y redondos apuntaban directo al espectador. Los miró y sintió como si le hicieran cosquillas debajo del ombligo. Escondió la revista bajo la polera y volvió corriendo a la casa. Cerró la puerta dejando la regadera y las sandalias en el antejardín.

Esa noche soñó con pirámides. Pirámides construidas de piedra en piedra durante siglos. Espaldas encorvadas arrastrando gigantescos bloques amarillos. Un gato de ojos cromados durmiendo al centro de múltiples ofrendas. Vio una pieza con un sarcófago, que era en realidad una nave y también una prisión. La cueva oscura y sin pestillo en donde seres de otro mundo te preguntaban en susurros si estabas despierto antes de meterse a tu cama.

Hija abrió los ojos en la oscuridad. Desde el pasillo podía escuchar el televisor a todo volumen. Caminó hacia la luz que se colaba por debajo de la puerta, sintiendo la alfombra en sus pies desnudos. Tocó y esperó a que le abrieran.

–¿Qué pasa, chinita?

–No puedo dormir. ¿Puedo acostarme contigo?

Madre la dejó pasar y ella fue hasta la cama. En la pantalla del televisor un gatito siamés tomaba Coca-Cola de una lata que se había dado vuelta sobre una mesa de vidrio. La modelo rubia sonreía divertida y le acariciaba el lomo, como si fuera de lo más normal. Hija dudó un momento antes de acostarse, hasta que Madre hizo un gesto con la mano, ofreciéndole el lado que daba a la ventana. Se acomodó envuelta en el calor residual de Madre, quien se tendió al medio y le pasó un brazo por encima de los hombros. El lado que daba al pasillo, que antes había sido de Padre, se mantuvo vacío.

–¿Mamá?

–Dime.

–¿Tú crees en los extraterrestres?

Se quedó pensando un rato con la vista fija en la televisión, en los labios rojos de la modelo que ahora decían “tome Coca-Cola”.

– No sé, la verdad —respondió cansada—. Pero creo que el universo es muy grande como para que seamos los únicos, ¿o no?

–¿Crees que se lleven a la gente? ¿para hacer sus experimentos?

–¿Es por esa revista que compramos el otro día? –le pasó la mano por el pelo, como si quisiera sacudirle la angustia de la cabeza—. No creo que los extraterrestres se lleven a la gente ¿para qué? Yo creo que son buenos. Que si existen nos vendrían a ayudar.

Madre alargó la mano hacia el paquete de cigarrillos que descansaba en el velador. Hija sintió la textura suave de su pijama acariciarle la cara, el olor un poco avinagrado y dulce que provenía de sus axilas. Madre sacó un cigarrillo del paquete y lo encendió ahuecando la mano, como si estuvieran a la intemperie. Hija se levantó a abrir la ventana. El olor del tabaco en la casa siempre le había parecido desagradable. Por el rabillo del ojo, vio una estrella moverse. Un punto de luz anaranjada que surcaba el cielo a toda velocidad. Trató de enfocarlo nuevamente pero ya había desaparecido.

Los sábados por la mañana, cuando Padre aún vivía con ellas, tenían por costumbre desayunar panqueques con manjar. La receta de Madre resultaba en unas masitas gruesas y esponjosas, que ella hacía pasar por la sartén durante poco más de un minuto. Hija repitió el proceso de memoria, la harina, el huevo, la leche y los polvos de hornear. Lo había visto muchas veces. Madre dormía en el segundo piso, con la colcha sobre la cabeza, un bulto ciego sobre la cama.

Cuando puso la mezcla sobre el sartén escuchó el crepitar del aceite. En el segundo piso corrió la cadena del baño y luego unos pies se arrastraron pesados por las escaleras. Frente a los ojos de Hija, la masa se expandió sin perder su forma circular. Observó la textura blanca, húmeda y pegajosa, y se imaginó esa misma viscosidad trepando por el cucharón hasta alcanzar sus dedos y sus brazos. Subiendo desde el suelo por sus piernas, avanzando centímetro a centímetro, besándole los muslos. En el centro del panqueque había una única burbuja, un ojo sin párpado ni pupila que la miraba muy atento. Apagó el fuego presa de un impulso y al soltar la perilla vio a su madre parada en el marco de la puerta: con la bata, el pelo revuelto y los ojos vidriosos.

Se sentaron en la mesa y, al rato, Hija ofreció hacerle un té. Ninguna de las dos tenía hambre. Vació la fuente con lo que quedaba de la mezcla en el lavaplatos y tiró el sartén, que siseó con rabia al ponerlo bajo la llave. Se quedó mirando hasta que lo último de la pasta blanca se fue por el desagüe. Acaba de dejar el tazón frente a Madre cuando escuchó los rasguños en la puerta. Unas manitas que escarbaban incesantes, tratando de entrar a la casa.

–Yo voy a ver, mamá.

En el antejardín no había nadie. Caminó hasta la calle, también vacía. Una furgoneta esperaba en la esquina, se adivinaba una silueta en el asiento del conductor. Hija se giró hacia el buzón de la casa y levantó la tapa, tampoco habían cartas.

Entre las hortensias apareció un gato negro de pelo largo que caminó despacio hasta quedar a pocos centímetros de sus pantuflas. El felino abrió la boca, desde dónde escaparon algunos crujidos graves y luego comenzó a hacer arcadas, cada vez con más fuerza, al tiempo que movía la cabeza hacia adelante, como si quisiera lanzarla lejos.

Hija se agachó para mirarlo mejor. El gato levantó la mirada hacia ella y después vomitó una pequeña bolita cromada, o más bien la mitad de ésta, que ahora brillaba bajo el sol de la mañana sobre una poza de saliva.

Trató de acariciar al gato pero el animal no se dejó. Le dio la espalda y siguió apurado hacia una casa roja en medio de la cuadra, por donde entró de un salto gracias a una ventana abierta. Hija se agachó y tomó la bolita. La limpió con la manga del pijama. Parecía ser parte de otra cosa, una pieza extirpada de un engranaje mayor con un corte limpio y calculado. Se sentía tibia en la mano, como si irradiara calor. La miró un momento más y, cuando no supo qué otra cosa hacer, se la guardó en el bolsillo del pijama.

Se quedó despierta en la cama, pensando abducciones. Hombres y mujeres que habían sido tomados de sus casas, desvestidos, llevados a los laboratorios. El chino del kiosko limpiándose los dientes, espiando a alguien que duerme. Un laboratorio en una habitación en donde nunca entra la luz y cuerpos humanos en bandejas, horizontales o suspendidos en un líquido salino. Sometidos a extraños elementos mientras los gatos miran con sus pupilas sonrientes. Pruebas científicas donde los agujeros que son explorados por desconocidos. Seres de otro mundo que se meten por las ranuras de la normalidad hasta encontrarte. Que pretenden ser otra cosa y aparecen cuando su madre no mira para acariciarle las piernas y pedirle que abra la boca.

Por la noche, esperó a que madre se durmiera antes de subirse al techo. Las tejas aún conservaban el calor de la tarde, sonaban bajo sus pies descalzos. En el cielo estrellado, creyó intuir la presencia de una inteligencia superior. Suspiró y cerró los ojos. No sabía si estaba bien rezarle a los extraterrestres, pero no se le ocurría qué otra cosa hacer.

–Te pido, por favor –dijo con las manos juntas– que no vuelvan a buscarme. Que nunca más se metan en mi cama.

Vio una forma avanzar entre las sombras, un cuerpo que se movía en dirección a ella por el techo. Recordó la mano pesada que le acariciaba el cuello y la cabeza y tuvo miedo de que vinieran por ella. Percibió un brillo tímido en la oscuridad de esa presencia, en donde se reflejaba la luz de la calle. Su respiración se aceleró. Sintió otra vez los besos que le pinchaban la cara, el peso que la aplastaba contra su colchón cuando no podía respirar. Cerró los ojos y se tapó el rostro. Sintió un peso en su falda, un calor que traspasaba la delgada tela del pijama. Esperó otro minuto y miró. El gato negro de la casa roja estaba sentado sobre sus piernas.

Hija le pasó la mano por lomo y el felino comenzó a ronronear. Una danza elíptica y secreta cuyas frecuencias parecían entrar por los poros de la piel de Hija y luego moverse a través de su cuerpo hasta llegar a sus oídos. Sintió su cara caliente y mojada. Se refregó los ojos y vió estrellas detrás de sus párpados. Acarició la cabeza del gato y en el cuello encontró, escondido entre el pelo, un collar de cuero rojo con una plaquita que decía “Tutankamón”. La base estaba decorada por una hilera de bolitas cromadas, cada una del porte de una arveja. Las siguió con el dedo hasta que descubrió que faltaba la última, donde ahora había un pequeño agujero. Tomó la bolita de su bolsillo y la encajó en el collar. El gato levantó la vista hacia ella y se lamió los bigotes.