Words with purpose, stories with meaning

Carolina Brown

La otra orilla

Publicado originalmente en el libro "En el agua", 2015

Aimé Liu despierta con el sol en la cara. Abre los ojos, el resplandor la golpea. Se tapa el rostro con las manos, abriendo de a poco los párpados, hasta que sus ojos rasgados se acostumbran a la rojiza penumbra. Al exhalar, el calor de su respiración queda atrapado un momento. Se descubre despacio y permanece acostada, mirando el cielo extendido sobre su cabeza: un enorme paño liso y uniforme, sin nubes, sin pájaros, sólo una explanada de celeste interminable.

Tiene la nuca y el cuello adoloridos por dormir sobre la madera. Su cuerpo pequeño, nervudo descansa cruzado en el tablón. Las piernas entumecidas aún cuelgan en el aire hacia fuera de la borda como redes extendidas hacia el mar.

Sus ojos somnolientos van siguiendo los bordes pintados del bote, lo recorren hasta la proa. Gira la cabeza; repite el gesto, esta vez hacia la popa. No se ven los árboles ni los techos de las casas. Afina el oído en busca del sonido familiar de los autos y las gaviotas: nada. Tampoco escucha niños, perros. Y ella sabe que en la caleta siempre hay perros.

Hoy es domingo, piensa. El suave bamboleo de las olas, una y otra vez, chocando contra el casco de madera es la única certeza en el bote. Además del cielo.

Se le acercaron en la playa, cerca del quiosco. Ella estaba tendida sobre una toalla, se había sacado los zapatos y jugueteaba con la arena entre los dedos de los pies. Ojeaba una revista vieja que había encontrado en la casa, con desgano, era una publicación para señoras. Hacía frío y se dejó el chaleco puesto: era de lana gruesa, color palo de rosa y puntos cruzados. Su abuela china había lo había tejido con precisión en el curso de una sola tarde.

No tenía amigos en el balneario. Sus padres acababan de comprar una pequeña casa frente a la playa y era el segundo fin de semana que alojaban ahí. Pese a que habían ido antes, varias veces durante el último año, no conocían a nadie. Para sus padres esto no era causa de preocupación, pero Aimé Liu quería hacerse de amigos, y rápido. Aunque el pueblo le gustaba, no había mucho qué hacer. Se llevaba los audífonos a la playa y escuchaba rock, leía novelas de aventuras y escribía poemas abstractos en un pequeño cuaderno lleno de calcomanías; a veces incluso ensayaba caracteres chinos que sacaba de internet. De vez en cuando se los mostraba a la abuela en secreto y ella asentía o negaba con su cabeza arrugada, soltaba los palillos y le pedía el lápiz moviendo los dedos para corregir una línea o agregar un punto. Nadie más en la familia mostraba interés por los chinos.

Cuando sus padres iban a la ferretería o al almacén, Aimé se tomaba el pelo en un moño apretado y salía a la terraza para fumar a escondidas de cara al mar. Se sentaba sobre la baranda, miraba el horizonte y soltaba el humo despacio, por la nariz. Luego, apagaba la colilla contra la suela de sus zapatos y la empujaba por entre las ranuras del piso de madera, donde se perdía en la oscuridad bajo la casa. Después iba al baño, se lavaba los dientes y las manos. No estaba segura de qué le gustaba más: si fumar o tener que hacerlo a escondidas. Se llevaba bien con sus padres, era buena alumna, no les daba mayores problemas, pero ese pedazo de rebeldía le parecía delicioso. Además, estaba segura de que ninguno de los dos sospechaba nada.

Por la tarde se daba una vuelta larga por la feria artesanal o recorría las tiendas de la calle Ross. Sus ojos rasgados y atentos buscaban incansables algún chico o chica de su edad, una sonrisa amiga. Bototos, parches que las mochilas, algún mechón de pelo teñido. Debía haber alguien allá afuera y Aimé Liu quería que apareciera ya. Quedaban varios días antes de volver a Santiago y comenzaba a aburrirse. Le habría gustado invitar a alguna amiga del colegio por el fin de semana largo, pero su madre tenía mucho trabajo con la casa nueva; le había pedido que esperara unas semanas antes de traer visitas.

El más alto fue el primero en hablar. Aimé no se dio cuenta de que estaban ahí hasta que un par de pies enormes, descalzos y morenos, se plantaron frente a ella sobre la arena negra. Inmediatamente levantó la cabeza, asustada. Hola, dijo él mientras sacaba un barquillo de la bolsa plástica. Sus dientes quebraron la galleta por la mitad y su boca se cerró de golpe, dejando caer algunas miguitas sobre la toalla. Hola, respondió Aimé Liu, resistiendo el impulso de sacudir la tela. Tenía la nariz puntiaguda y los ojos pequeños y oscuros. Cómo un pájaro, pensó Aimé.

Detrás de él dos chicos muy parecidos esperaban callados. Gemelos, tal vez. Delgados y de ojos azules. Uno de ellos, el más pequeño, se había teñido el pelo color negro y llevaba guantes rojos con los dedos recortados.

— No te habíamos visto antes, ¿vienes hace mucho?

— Hace poco, mis papás acaban de comprar una casa.

— Ah, bacán. Vamos a ver a los surfistas en la puntilla, ¿querís venir?

Le duele la cabeza y tiene la boca seca. Gotas de sudor descansan por un instante sobre su frente amplia antes de resbalar hacia los costados. Recorre con la lengua el filo de sus dientes y los siente ásperos, cubiertos por una película de textura irregular. Está incómoda sobre el tablón. Le pican las orejas, las mismas que ella esconde cuidadosa bajo su pelo lacio y oscuro. Orejas de china, piensa con las manos cruzadas sobre el estómago. Bajo su cuerpo siente el continuo balanceo de la embarcación sobre el agua y no escucha las olas romper en la playa. No hay olas, ni niños, ni autos, ni perros. Asustada, se sienta de golpe sobre la madera, los pies se hunden en el agua sucia hasta los tobillos. La modorra se diluye. Frente a ella se extiende el mar, un manto de cobalto perenne, oscuro y profundo como los ojos de un dios. No ve nada más que la superficie plana del océano, desplegada incansable hasta topar con el horizonte, con el cielo. A su espalda, la costa verde del continente apenas despunta entre la bruma.

Le toma algunos minutos sobreponerse de la impresión. Intenta en vano calcular la distancia. El mar está tan quieto que podría bajarse y correr sin parar hasta alcanzar la orilla. Esta segura que el bote ha echado raíces al centro del océano. De repente le entran ganas de reírse a carcajadas de puro nerviosa.

Siente los pies fríos bajo el agua. La lengua amarga y pastosa. Sus ojos inquietos buscan los remos. Tienen que estar porque el bote no tiene motor. Amontonadas en la proa, unas cajas de madera húmeda cobijan redes y herramientas. Atrás, una boya descansa sobre una vieja manguera quemada por el sol. Hay un tarro de pintura vacío y machucado que guarda algunos trapos. Los remos no están por ninguna parte; Aimé avanza de rodillas entre un extremo y otro con las manos sumergidas, palpando los tablones del fondo con la esperanza de que aparezcan bajo el agua turbia.

Después de varios minutos, deja su cuerpo caer sobre la banqueta del bote.

Revisa su chaqueta. Sus dedos van demasiado rápido y el cierre se traba. De uno de los bolsillos emerge el celular de carcasa rosada. Al desbloquear la pantalla comprueba con alivio que aún tiene batería y, milagrosamente, señal. Una notificación indica nueve llamadas perdidas de su madre. Se maldice por haber dejado el teléfono en silencio. De haberlo escuchado antes, mucho antes, podría haber nadado hasta la costa. Marca el número de su madre de memoria. Del otro lado responden antes que termine el primer tono.

— ¿Mamá?

— No llegaste anoche, cabra de mierda.

Aimé quiere responder, explicar, poner en palabra los sucesos que ahora le parecen difusos. Articula las palabras que al salir de su boca se convierten en tímidos balbuceos, sonidos guturales, inconexos y salvajes que su madre es incapaz de interpretar.

— ¿Aimé? ¿Qué te pasa? ¿Estás bien?

— Estoy en el agua, mamá.

— ¿Dónde? ¿En la playa?

— En el agua — la voz de Aimé da paso a un puñado de sollozos, quejidos como una lluvia de piedras, tonos bajos y profundos y después altos, aspirados. El aire sale y entra de su boca en forma irregular; la espalda se sacude, todo lo que sale de la boca es imposible de traducir. Consigue armar una última frase antes de perderse nuevamente en el llanto:

— Estoy en un bote en el agua y la playa está lejos.

Al otro lado de la línea, un silencio. Aimé imagina a su madre sujetando su teléfono como un ancla mientras sigue flotando en la cama tibia y desordenada, los pies sumergidos en el edredón de plumas y la melena cayendo suave sobre sus hombros bronceados. Puede verla, midiendo cada una de sus palabras antes de hablar.

— Voy a llamar a los marinos. Tranquila. Van a encontrarte. Tranquilita, ¿ya?

Del norte se levanta una brisa fría que le tira el pelo negro hacia atrás.

— ¿Voy a llamar ahora, ya? — insiste su madre — . Tienes que estar tranquila.

Se aferra a esas palabras como si fuera una cuerda de la que pende en el vacío, el tirador de un diminuto paracaídas a punto de abrirse mientras el suelo se aproxima con dientes afilados.

— Sí, mamá.

Cuelga el teléfono y lo mira largo rato antes de devolverlo a su lugar. Le parece que la costa se ve menos pequeña y difusa que antes, pero no puede estar segura. El mar guarda un silencio apático, impasible, mientras el bote avanza empujado por la corriente. Se mira los tobillos sumergidos y ya no está tan segura si el bote sigue hundiéndose. Hasta el momento no ha encontrado ninguna marca que permita medir el avance del agua. Tal vez podría usar las franjas de colores en sus calcetines a rayas. Se arremanga los pantalones hasta las rodillas y cuenta dos veces para no equivocarse: hay quince franjas desde el talón hasta arriba y el agua ya cubre las primeras tres.

En el bolsillo del pantalón y encuentra un cigarrillo arrugado. Sus manos húmedas recorren cada pliegue de su ropa en busca de un encendedor. Debe haberlo perdido en la playa. Se pone el cigarrillo en los labios y aspira con fuerza, pero sólo siente el sabor plástico del filtro. Vuelve a intentarlo varias veces, pero no tiene caso. En un arrebato lanza lejos el cigarrillo, que permanece flotando en la superficie un momento, hasta que el filtro y el papel blanco se oscurecen, descendiendo hacia el fondo negro del océano.

Caminaron hacia la puntilla en silencio y se sentaron en la arena. En el agua anaranjada flotaban pequeñas siluetas a la espera de una ola. Rodrigo, el más alto, venía de Santiago y era el único de los tres que se había subido a una tabla. Hablaba de ello con propiedad, gesticulando con manos inquietas para explicar movimientos y trucos. Gus y Enrique, los gemelos, eran primos de Rodrigo; vivían en Rancagua y se habían propuesto aprender a surfear ese verano. Gus parecía más convencido que su hermano al respecto. Enrique hablaba poco, se limitaba a asentir con leves movimientos de cabeza ante las afirmaciones de los otros dos y dejaba que el pelo teñido le tapara la cara la mayor parte del tiempo. Cuando Aimé lo miraba, Enrique fijaba sus ojos azules en el piso y se quedaba muy quieto, con los músculos tensos, daba la impresión de que iba a salir corriendo de un momento a otro.

En el mar, uno de los surfistas se alejó del grupo y braceó con fuerza hasta alcanzar la pared de agua. Los cuatro guardaron silencio y lo que había entre ellos y la silueta se llenó de expectación y ceremonia. La ola levantó al surfista algunos metros y él se paró en la tabla. Se deslizó hacia abajo con rapidez, abriendo los brazos y alejándose en diagonal de la espuma revuelta, dedos gigantescos dispuestos a atraparlo. La quilla de su tabla cortaba la piel azul de la ola dejando tras de sí una cicatriz pasajera.

El celular suena en su bolsillo. En la pantalla, una foto de su madre le sonríe mientras sostiene una fuente de pastas.

— Mamá.

— Ya, chanchita. Van por ti, tienes que estar tranquila, ya salieron a buscarte.

— Ok.

— Con tu papá estamos acá, en la Capitanía de Puerto. Todo va a estar bien.

Su madre trata de sonar tranquila pero el temblor en la voz la delata. Hace pausas extrañas entre las palabras, toma demasiado aire antes de hablar. ¿Estará fumando? Lo había dejado hace años se supone. Se la imagina sentada en esas sillas de plástico acolchadas, bajo la luz verdosa de los tubos fluorescentes, con un cigarrillo balanceándose entre los dedos sucios de pintura. Puede verla: flaca y nerviosa, caminando de arriba abajo por un pasillo sin ventanas. Quiere pedirle perdón, pero su madre se quiebra al otro lado de la línea antes de que abra la boca. Aimé la escucha en silencio, masticando una rabia súbita. Tiene ganas de gritarle que se calle, que la que flotando en el medio de la nada es ella y que no saca nada con llorar. Se mira los calcetines y comprueba que el agua ha subido otras dos franjas. No llores porfa, mamá, le dice bajito, pero su padre ha tomado el teléfono: Todo va a estar bien, le dice esa voz que no tiembla. Trata de imaginar la cara de su padre pero no puede, sólo puede pensar en los soldados de terracota que vio en una sala de exposiciones bajo tierra durante un paseo escolar. Su padre cuelga, pero Aimé no puede despegarse del celular. Ahora su única compañía es el sonido del mar inmóvil. Al teléfono le queda sólo una raya de batería.

Mira el continente forzando los párpados, con los ojos muy abiertos. El resplandor del sol se estrella contra el agua. El verdor de la costa se ha diluido y sólo puede ver las cabezas grises de los cerros asomadas por encima de la bruma. Está segura de que con sólo pestañear el continente podría desaparecer de un momento a otro, y entonces sólo quedaría el mar, violáceo, interminable, mudo y cruel. Se quita la chaqueta y la deja estirada con cuidado sobre una de las banquetas. Asoma medio cuerpo por fuera de la proa, se arremanga la chaqueta y hunde uno de sus brazos hasta más arriba de los codos. El agua es densa y fría como una pared. Aimé rema, paleando con toda la fuerza que tiene. Siente las garras del sol hundirse en la parte de atrás de su cuello y los goterones de sudor que corren por su espalda. Comienza a contar los braceos, a marcar un ritmo que le permite calcular, medir su esfuerzo. La costa permanece impasible, sin querer acercarse ni siquiera un milímetro. Hacia el horizonte las nubes se elevan como montañas. Tiene la boca seca y arenosa, los brazos adoloridos y el pecho pesado. Después de un rato se cruza de brazos, deja caer la cabeza, apoya la mejilla en uno de los costados. El continente es una meta inalcanzable. El agua del fondo del bote acaba de cubrir por completo otra franja morada de sus calcetines.

Era de noche. Estaba leyendo en el comedor cerca del ventanal cuando escuchó que alguien llamaba su nombre. Salió a la terraza y Rodrigo la saludó desde el otro lado del portón de madera. Gus y Enrique esperaban en la vereda, bajo un poste de luz. Llevaban las manos escondidas en los bolsillos y sus miradas eran lánguidas, desganadas. Por primera vez le parecieron idénticos. Aimé tuvo la impresión de que Rodrigo los había obligado a salir.

— ¿Vamos a carretear a la playa? Va a estar bueno.

Aimé sonrió, dijo que saldría enseguida.

Afuera corría un viento ligero impregnado de olores marinos. La playa estaba a oscuras y la única luz provenía de los restaurantes aún abiertos. Las olas se tendían sobre la arena con un rumor discreto. Rodrigo esperó a que los gemelos se adelantaran y le tomó la mano. Aimé Liu se estremeció.

Caminaron por la playa hasta un bote de pesca que descansaba cerca de la orilla; se sentaron dentro. Gus abrió la mochila y sacó dos botellas desechables llenas de piscola tibia que corrieron de mano en mano.

Aimé no tardó en marearse, se sentía feliz. Al fin había hecho amigos nuevos. Pensó en lo celosas que se pondrían sus compañeras de curso, empinó la botella con una sonrisa y se llenó la boca antes de tragar. Gus se la quitó de las manos. Aimé rió al soltarla y miró a Rodrigo: la capucha del polerón le tapaba la cara y la escasa luz de la noche aumentaba su palidez, dándole a sus ojos negros un brillo irreal. Se inclinó hacia ella la besó en los labios. Aimé escuchó a lo lejos las risas apagadas de los gemelos, pero no le importó. Rodrigo la tomó de la cintura y la atrajo hacia sí. Sus brazos fuertes se cerraron a su espalda como una tenaza.

Sintió la mano de él avanzar por su pantalón. Un par de dedos sujetaban el botón y lo empujaban a través del ojal. Otra vez, uno de los gemelos rió. Ella lo atajó, llevó la mano lejos de la entrepierna, hacia su espalda. Rodrigo sonrió, volvió a la carga, tomó el medallón de la cremallera y lo arrastró hacia abajo. Nuevamente Aimé fue a la caza de la mano. Los besos se detuvieron.

— ¿Qué te pasa?

— Nada.

La miró fijamente, desabrochó el botón despacio, como si tuviese todo el tiempo del mundo.

— Ya po’.

— ¿Ya qué?

— No quiero.

Rodrigo sonrió y volvió a besarla; al principio despacio y luego con más fuerza. Se puso a horcajadas, dejando caer todo su peso sobre ella, inmovilizándola contra el fondo del bote. Los gemelos estaban cerca, los escuchaba respirar. Gus miraba atentamente con la cabeza proyectada hacia delante, la boca entreabierta. Lo vio mojarse los labios. Enrique se frotaba las manos enguantadas de forma nerviosa. Sus ojos inquietos se encontraron con Aimé y huyeron hacia el suelo. Rodrigo le tomó la cabeza con ambas manos y empujó su lengua dentro de su boca. Aimé no podía respirar.

— ¡No!

Las palabras se perdieron dentro de las fauces de Rodrigo. Tibia y resbalosa como una anguila, su lengua seguía empujando, llenando todo el espacio, pegándose a su paladar. Una mano hurgueteó dentro del calzón de Aimé que pataleó desesperada y empujó con todas sus fuerzas el pecho de piedra sin conseguir moverlo. La cabeza enorme, suspendida a milímetros de su cara, le enrostró una sonrisa socarrona y desproporcionada. Parecía una máscara. Vio los dedos gruesos abrir la cremallera de su pantalón, los dientes metálicos del zipper dando paso a una cavidad oscura. Hundió sus dientes en esa lengua gorda que la ahogaba, hasta que sintió el sabor del hierro salado y caliente. Un empujón. La cabeza que se azota contra el costado del bote. Rodrigo palpándose la cara y la luna brillando en sus ojos rabiosos.

— Quién mierda te crees, perra culiá’.

Eso fue todo lo que dijo. Después dio media vuelta y saltó fuera del bote. Gus corrió tras él y se alejaron juntos por la playa. Sólo Enrique permaneció, sentado sobre la proa con las piernas recogidas, el mentón escondido entre las rodillas. Aimé sollozaba en silencio acurrucada en el fondo. Antes de partir dejó con cuidado la botella en el piso, cerca de los pies de Aimé. Una ofrenda de paz. Los ojos de ambos se encontraron y esta vez fue Enrique quien le sostuvo la mirada. Tenía ojos tristes, apagados y sumisos. Ella se limpió las lágrimas con la manga de la chaqueta mientras él se alejaba arrastrando los pies sobre la arena. Aimé Liu tomó la botella plástica y la sostuvo entre las manos hasta que los tres desaparecieron en la noche.

Las horas bajo el sol han convertido su piel en una cáscara áspera y seca. Hunde los brazos en el mar, hace un cuenco con las manos y lava su cara. Sabe que no le conviene, pero el frío calma su afiebrada cabeza. Sentada sobre uno de los tablones, saca el celular del bolsillo y marca el de emergencias que tantas veces ha visto en los banderines dispuestos en la playa principal. Quiere saber dónde están, qué demora a los equipos de rescate. Mientras escucha el tono monocorde del teléfono, se promete a sí misma que permanecerá serena. Que se comportará como una adulta. La voz de hombre joven le responde el teléfono.

— Armada de Chile, ¿cuál es su emergencia?

— Estoy en un bote, a la deriva. No tengo remos.

— ¿Cuál es su nombre?

— Aimé Liu Morales.

— ¿Dónde se encuentra usted?

La última raya de batería desaparece en la pantalla del teléfono y la voz del hombre se pierde en la inmensidad.

— ¿Aló? ¡Aló!

Aimé pulsa el botón de encendido del teléfono y la pantalla vuelve a la vida, pero sólo por escasos segundos antes de oscurecerse. Repite el gesto hasta que ya ni siquiera se enciende. Lo único que ve ahora azul. Deja que su cuerpo se desplome mientras todo lo demás desaparece.

Estaba sola en el bote y en la playa no quedaba nadie. Los restaurantes habían cerrado y apagado las luces. Arriba, en el cielo despejado, brillaban las estrellas. Las olas susurraban apenas. En su mano se balanceaba la botella de plástico casi vacía. Era momento de caminar vuelta a casa, abrir la puerta despacio y desplomarse sobre la cama nueva. Pero algo se lo impedía. Una mezcla de orgullo y rabia, cansancio, lata. Una mezcla que se asomaba a través de sus ojos rasgados, hinchados y blandos como ciruelas maduras. La mano intrusa de Rodrigo todavía quemaba bajo su calzón, podía sentirla entre las piernas. Todo su cuerpo bullía. Empinó la botella un poco más y la piscola sin gas entibió su garganta. Se tumbó sobre uno de los tablones con la vista fija en las estrellas, los pies colgando fuera de borda y las manos entrelazadas detrás de la nuca. No, todavía no era la hora de regresar a casa.

Bajo la cortina pesada del sueño sintió el suave desliz del bote sobre la arena. Dos voces infantiles intentaban contener la risa sin mucho esfuerzo.

Despierta con frío. Su mano derecha está dormida, aplastada durante horas por el peso de su cuerpo. La luz se ha convertido en un resplandor delgado, famélico, incapaz de transmitir calor. Mira a su alrededor, pero no hay helicópteros ni lanchas. Afina el oído, pidiendo el zumbido lejano de un motor, el rumor de cualquier máquina construida por el hombre, pero solo hay océano y silencio. El bote sigue marchando en dirección al oeste, un féretro camino al entierro. La costa, ínfima a la vista, se despide tímida flotando apenas. No cabe duda de que terminará por hundirse también.

Se pone de pie y grita. Ese alarido ronco y primitivo despierta en ella un terror ancestral. Las nubes se apilan unas sobre otras, violáceas y amenazadoras como un tótem iracundo. Siente frío en el cuerpo. Grita y grita hasta agotar su voz. El agua del bote ha subido hasta la última raya de sus calcetines, a medio camino entre los tobillos y las rodillas. Pronto los asientos de la embarcación también quedarán cubiertos de agua.

Tal vez podría nadar hacia la costa, piensa. Siempre he sido una buena deportista. Podría alcanzar la playa después de algunas horas, llegar a la orilla antes de que oscurezca. Se imagina en el agua fría, luchando por mantenerse a flote con el cuerpo agarrotado. La costa ya desaparecida y ahogada por la bruma; y ella avanza ignorando si acaso se acerca hacia tierra firme o se precipita hacia el centro del océano. Una vez que se haga de noche estará nadando en la oscuridad.

El bote prosigue su camino hacia el corazón del Pacífico, más y más lejos de tierra firme. Hunde la mano derecha en el agua y siente la velocidad de la corriente escurrirse entre los dedos alargados. Comprende que la única opción es dar un salto de fe. Todavía hay luz, puede encontrar una boya, incluso una embarcación. Nadará a ciegas si es necesario. El secreto es hacerlo despacio, con buen ritmo. No hay que apurarse. No hay que dejarse vencer por el miedo. Una mujer cruzó el Estrecho de Magallanes a nado. Recuerda haberlo visto en las noticias. Esto debe ser igual de lejos. O menos. Merece la pena intentarlo.

Aimé se pone de pie sobre una de las banquetas que pronto quedará bajo el agua. Desabrocha su chaqueta y la deja caer. Desamarra los cordones de los zapatos y los tira lejos, lo más lejos que puede. Se quita los pantalones, los lanza al agua. Sus piernas cortas desafían la intemperie con los calcetines a rayas puestos y los vellos erizados. Sólo queda el chaleco de lana gruesa y pesada que tejió la abuela. Lo desabotona y deja que caiga. El chaleco se mantiene algunos segundos sobre la superficie, flotando como un torso inmóvil, y luego comienza a hundirse de a poco. Se siente más desnuda que nunca, pese a que todavía lleva la camiseta y la ropa interior puesta. De pie sobre el océano, con la vista fija en tierra firme, toma una bocanada de aire y, sin pensarlo más, se lanza en dirección a la costa.